Sunday 11 January 2009

El Viento

EL VIENTO

K. de Barratt

Para ti Absolón,

sólo Absolón,

Absolón sin más nadie...

Los sabuesos de la primavera seguían las huellas del invierno cuando el viento clamó en silencio el sacrificio de Absolón. Lo llamó, tornándose en miel que resbaló por sus oídos; en sable ardiente que lo partió en dos; en fauces invisibles que lo devoraron exigiendo, ya sin súplica, que fuera hasta el bosque, que entrara en el bosque, que llevara el cordero hasta el bosque y saciara, en el bosque, finalmente su sed.

Absolón cerró los oídos y continuó su vida en la pretensión vana de que era normal. Amarró su cordura a lo cotidiano, a lo apacible de su rutina mundana de trabajos de ocho a seis y fines de semana en la playa; de amores tranquilos, casi campesinos y felicidad familiar. Hizo de su casa nuevo templo y adoró con pasividad escarmentada los detalles domésticos de su mujer, deleitándose en la conversación colorida de luchas en el mercado y películas románticas, de poemas casi olvidados y nocturnos de Chopin --consolándose con los dedos perfilados que lo calmaban en sus momentos de terror y le traían, en la frescura de los gestos, el recuerdo lejano y acariciante de Sara.

Demasiados siglos atrás habían sido sólo él y Sara. El y Sara habían recorrido los caminos perdidos de Roma, Egipto, India, Jerusalén, impulsados por su sed de conocimiento, de fe si se quiere, y ultimadamente de poder. El y Sara habían jurado vivir por siempre y en aras de esa promesa habían entrado a lugares prohibidos, robado pergaminos sacrílegos, apartado todo aquello que se atravesara en su camino.

El y Sara...

Estaban solos, él y Sara, cuando hallaron al viento y este les susurró en silencio el secreto de la Eternidad.

Se miraron incrédulos, soltando al unísono la carcajada ante lo impensable del sacrificio, hasta que la carcajada se les murió lentamente en los labios. Primero a él; después a Sara. Se alejaron del bosque y continuaron su búsqueda, sin mencionar jamás al viento. Y la felicidad continuó siendo ella, el mundo siguió girando al compás de su falda alborotada. Después de todo, eran sólo él y Sara... o él y la eternidad.

Ah viento burlón que sabes donde hincar tus colmillos, pensó en ese entonces Absolón. Tantas cosas que pedir y el viento sólo había exigido la única que no podía cumplir: la inmortalidad a cambio de Sara. O de Absolón, dependiendo cómo se viera. Moriremos entonces, decretó Absolón y Sara asintió en silencio; en un silencio helado y pétreo que los acompañó constantemente a partir de ese momento, que se adhirió a ellos como una segunda piel, alzando una barrera infranqueable sobre donde rebotaron palabras de amor y risas cantarinas y murmullos jadeantes de noches de pasión. Un silencio largo terminado en ecos, a los cuales ninguno se atrevió a escuchar.

Después de tantos andares decidieron fabricarse un dios, cruel, vengativo, como deben ser los dioses, y levantaron un templo más grande que el de Salomóm, envuelto en la tieniebla de lo secreto, de iniciaciones, de redes que se extendieron como tentáculos por todo el imperio. Se bañaron en polvo de perla. Cenaron con cónsules y rabies. Viajaron en galeras ligeras como delfines hasta Britania, llevando el incienso de su creación a las reuniones nocturnas de druidas y hechiceras. Y fueron felices. Primero él; después Sara. Cuando el vientre de ella creció, Absolón llegó incluso a creer en su propia deidad y pocos meses después, al alzar a la criatura hacia la luz de la luna, conoció el sabor agridulce de sus lágrimas. Y fueron él, Sara y Eliasaf. Todo giró alrededor de ellos, todo se doblegó ante ellos: él, Sara y Eliasaf.

Solos estaban, él, Sara y Eliasaf, cuando volvieron a encontrar al viento y este les susurró de nuevo el secreto de la eternidad.

No hubo risas esta vez. Cuando Absolón vio los ojos de Sara, tomó a Eliasaf entre sus brazos y huyó, preso de un pavor desconocido que le mordió las entrañas y le pintó abismos en la mirada, transformando en bestia sangrante el delicado rostro de su mujer. Gimió. Se acurrucó bajo un árbol, temblando aún más que la criatura entre sus brazos, jipando, atragantándose con su angustia y horror, hasta que los brazos de Sara lo acunaron, lo adormecieron con su calor, enredándalo en la brisa de palabras dichas con tanta dulzura que pensó que era música girando a su alrededor; música dulce que lo columpiaba lentamente, calmándolo, hasta que cerró los ojos y se durmió.

Despertó en su cama, con ropa limpia, escuchando los gritos juguetones de Eliasaf. La casa olía a pan caliente, a hierbas recién cortadas -la noche anterior borrándose, marchándose con el silbido del viento al otro lugar, a ese otro mundo que habitaba dentro de él y al cual nunca quería regresar.

Cuando sus pies tocaron el suelo supo que era otro. No deseaba riquezas, ni poder, ni ídolos, ni nada que no fueran Sara y Eliasaf, así, en casa, en vidas tranquilas y sabores de hogar. Sara sonrió al verlo entrar en la cocina y Absolón comprendió que ella tampoco era la misma. El silencio se había evaporado, llevándolos de nuevo al inicio, a cuando se vieron por primera vez en el pozo, él correteando con sus amigos, ella siguiendo a la hermana mayor. Después de lo que parecían centurias, volvían a ser los de antes: Sara y Absolón.

A los nueve meses llegó Esau; a los dos años vino Lea. Buscaron nueva patria, compraron tierras, sembraron árboles --la familia extendiendóse hasta abarcar siete hijos. Absolón amó con fervor a toda su prole, pero muy dentro de sí tuvo que confesar el afecto especial que lo unía al primogénito. Eliasaf creció para ser la alegría de todo padre: un joven preocupado, diligente, justo. A los veinte casó con Dina, hija de Benjamín y un año después convirtió a Sara en la abuela más bella de la región. Fue por esa época que lo nombraron representante de la comarca ante el imperio y Absolón se hinchó de orgullo durante la ceremonia, al verlo marchar hacia los ancianos, inclinando luego la cabeza, recibiendo con dignidad el sello que lo señalaba como hombre grande y de honor.

Triunfante, Eliasaf caminó hacia su padre. Sonreía. El sol creaba un halo en sus cabellos, cuando un grito lo detuvo en seco y la noche umbrosa hizo añicos al día, la sangre escapando a raudales de su tórax, manchando su capa, encongiéndolo en el niño que jamás tendría tres años, ni diez, mucho menos veinte, porque aún estaban en el bosque, atrapados en el bosque, en el bosque fantasmal donde el viento reía ululante mientras Sara hincaba una vez más la daga sobre el cuerpo de Eliasaf.

Beban la sangre de su hijo y vivirán por siempre”, dijo el viento. “Beban la sangre de Eliasaf y estarán juntos por siempre”, prometió el viento. “Beban la sangre del cordero y serán amos del mundo por siempre”, murmuró el viento.

La Eternidad.

-¡SARA!

Absolon saltó sobre el animal que alguna vez había sido Sara antes de que éste llegara a saborear el líquido oscuro que manaba del pecho de su hijo. La fiera respondió con gruñidos, las zarpas arañándole la faz, los colmillos desgarrando parte de su hombro mientras que las rodillas, que otrora hicieran danzar vestidos, se clavaban en su estomago. Absolón se bebió el dolor y su puño se estrelló contra el rostro desfigurado. La fiera se lanzó hacia él y ambos cayeron, rodando. Los dedos del animal aplastaron su traquea y el mundo se transformó en una bola zumbante, negra, que reflejaba a lo lejos, la cara mármorea de Eliasaf. Golpeó la arqueada espalda con una fuerza que no era suya (Adán ante el cuerpo de Abel) una y otra vez, el crujir de huesos rebotando en su cabeza hasta que los dedos lo liberaron y la ráfaga de aire frío expulsó la oscuridad, fustigando sus pulmones con la fuerza avasallante de un huracán. A gatas sobre la tierra húmeda, su mirada borrosa enfocó la daga --ahora en su mano-- que manchada de sangre le gritaba que ya no había más un él y Sara; que tal vez no hubo un él y Sara; que nunca, jamás, habría un él y Sara de nuevo.

Quiso gritar, pero no pudo.

Se incorporó con la lentitud metódica que describiría de ahora en adelante sus pasos, observando cómo el bosque perdía su cualidad onírica. Sólo los cuerpos bajo la celosía de hojas desentonaba con la perfección verde del lugar.

Enjaulado en el temblor cortante que convulsionaba sus músculos, abrió la fosa con la daga. Arrastró hasta ella los cadáveres y los, cubrió con tierra y musgo. Exhausto, se apoyó contra un árbol. Limpió el metal del arma con su manto. Lo sostuvo a la altura de su rostro y observó por un instante el reflejo de sus ojos. Luego alzó la daga y la clavó con rabia en su pecho, una, dos, tres veces --el grito inaudible, el dolor explosivo, la muerte ausente.

-Para ti Absolón, sólo Absolón, Absolón sin más nadie. La Eternidad.

-¡NOOOOO!

***

Absolón abrió los ojos y por un segundo no supo en donde estaba. Escuchó entonces las notas ambarinas del nocturno número tres de Chopin y sonrió. Georgina lo miraba desde el piano, el resplandor de las velas otorgándole el aire antiguo de las heroínas románticas. Quizás en alguna vida anterior fue la musa que inspiró a List, pensó. Parecía estar tan a gusto entre camafeos y candelabros que pocas cosas en ella recordaban al siglo veinte. Tal vez la había conocido en alguna calle parisina y desde ese entonces había comenzado a amarla. Después de todo, fue a principios del siglo XVIII cuando el grito comenzó a menguar, a perderse en el horizonte hasta desaparecer.

Porque el grito que Absolón dejó escapar al descubrir su inmortalidad fue algo más que un alarido expulsado de su garganta. El grito lo llevó a caballo sobre praderas romanas al lado de Gengis Khan. Lo hizo cruzado, conspirador renacentista, conquistador español, soldado, verdugo, traidor, ayudando a pueblos a surgir y a caer, regodeándose en muerte, en destrucción, en cualquier cosa que semejase el dolor vetusto que fluía en su sangre y parecía no tener fin.

Pero lo tuvo. Fuese cansancio o vacío, eventualmente el grito se fue acallando, el odio adormilándose. Absolón entró entonces en su etapa de tiburón, pendiente tan sólo de su comida, su sueño y su sexo.

A finales del siglo XVIII se permitió el lujo de disfrutar actividades más epicúreas, engolfándose en círculos culturales y fiestas frívolas de gran sociedad. No fue sino hasta mediados del siglo XX, después de Hiroshima, cuando las trancas en su corazón comenzaron a caer, abriendo el espacio suave y cálido en donde entraría Georgina durante aquel mágico crucero de 1947.

Por cinco años Absolón se dejó envolver en el sueño, consciente --siempre consciente-- de que la dicha era pompa de jabón. Georgina no le dio hijos, cómo no lo había hecho nadie en mas de tres mil años, pero la carencia de ellos no hizo mella en su relación. Construyeron una casa de madera a las orillas de un mar verdi-azul y compraron otra al lado de un parque citadino. Ella lo alentó en sus nuevas inquietudes de escritor, él le regalo un cachorro lanudo al cual consentir y así, suavemente, se encerraron sin proponérselo en una cápsula de encaje, en donde sólo existían Georgina y él, sólo Georgina y él y cuando llegó a creer que la estrella de los deseos en verdad existía, que los días crueles habían quedado allá, en ese otro lugar al cual no quería regresar, el viento lo atrapó desprevenido y le murmuró silbante el secreto de la felicidad.

"Tendrás a Sara", prometió el viento. "Te devolveré a Sara y a Eliasaf”.

Sólo tenía que llevar a Georgina hasta el bosque, cualquier bosque, y saciar, en el bosque, finalmente su sed.

Absolón escuchó sin pestañear y siguió su camino, rehusándose a mirar atrás. Continuó con sus historias, sus rosales, su mujer. Al año adoptaron a Sabrina, luego a Azrael. Después de demasiados siglos, Absolón bajó al fin la guardia, dio por terminada su guerra y aceptó sin condiciones la paz.

Pero el viento sigue allí, llamándolo, al asecho por siempre, susurrando por siempre --arañado por siempre el cristal de las ventanas con el mortecino silbido de su voz.

Fin

3 comments:

  1. No estoy muy acostumbrado a este tipo de literatura. Me resulta un poco confusa. Me recuerda a Pablo Cohelo. Me cae mejor el post anterior y mejor aún el primero. Tal vez se deba a que tengo una mente simple. Hace no muy mucho, escuché en una película protagonizada por Conery: "para escribir hay que escrobir" ¡Adelante, venezolana! Seguí escribiendo

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  2. Gracias por tu comentario. Estoy de acuerdo que la historia es un poco enredada, como decimos en Venezuela, pero es algo vieja y me estilo se ha simplificado un poco ;-). Una vez gracias por tomarte eltiempo para escribir y comentar.

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  3. Siga escribiendo como dice el amigo Quiroga..que siempre he sabido de lo buena escritora que es usted

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