Wednesday 26 May 2010

Morir en la orilla


Que curioso descubrir que el dolor de un corazón roto es igual a los 45 que a los 15. Las lágrimas son igual de calientes y saladas y los ojos se derriten bajo el mismo fuego y la misma garra aprieta el cuello y te deja sin palabras; sin esas palabras grandes, rimbombantes y sabias que te tomó décadas aprender -para nada. Porque es el mismo ángel obscuro el que se sienta sobre tu pecho y la misma ave la que estiras sus alas negras dentro de tu caja torácica y te rasguña desde adentro. Sólo que a esta edad, en medio de la desesperación, te preguntas si en vez de tristeza no será un ataque al corazón, de esos fulminantes, y aunque hay una parte de ti a quien eso particularmente no le molestaría, esta la otra que piensa en la niña, el marido, la hipoteca, los costos del funeral y te das cuentas que un ataque al corazón no es un lujo que te puedas dar, ni una depresión bizantina, a lo Alfonsina, arrojando flores y recitando frente al mar. Pero hay cosas que no cambian. Y al igual que a los 15 te encierras en el baño a llorar y busca canciones que de alguna forma hagan eco a tu dolor y te limpias las lágrimas con papel higiénico mientras canturreas a medio voz primero, esperando ese instante de libertad cuando la casa queda a solas, para entonces hacerlo a todo grito, intentando, esperando, que los chillidos que pretenden imitar a Aerosmith, de alguna forma desactiven la bomba de tiempo, espanten al ángel y atormente al ave negra hasta morir. Y en medio de tu reacción quinceañera que olvida tratados espirituales y de psicología, caes en cuenta que hay cosas que no tienen remedio. Tanto nadar para morir en la orilla…