K. de Barratt
Fue en una tarde calurosa, cuando se derrumbaron mis murallas. El bochorno del día se había tornado en algo pesado, una esponja húmeda que estrujaba ríos de sudor desde mi cuello. Yo me encontraba en el autobús, de regreso a casa. Los asientos estaban ocupados por la misma gente que veía todos los días: El Sr. Sarmiento, mi vecino; el ayudante del zapatero al cual iba por lo menos dos veces al mes; la Sra. Amelia, que vendía caramelos desde la ventana de su sala; tres muchachos del liceo; la madre de los gemelos Rivas, con tres de sus cinco hijos; dos mecánicos que frecuentaban las misma panadería que yo. Los conocía a todos, ya fuera por nombre o por oficio, así que cuando el asiento a mi lado crujió, no me molesté en voltear la cabeza para ver quien era.
Estaba reclinada contra la ventana, tratando de encontrar algo de frescura en el vidrio. Entonces me llegó el olor. Fue como una ola gaseosa de frutas podridas y chuletas rancias. Tosí y giré el torso. Lo primero que capturó mi mirada fueron las uñas pintadas de rosado chillón. De ahí, mis ojos viajaron por la gordozuela mano, los músculos del brazo, las peludas axilas, el vestido de lentejuelas rosa. El hombre trataba en vano de controlar su llanto, el mojado rimel pintándole arañas en la cara que se extendían desde la parte superior de las mejillas, hasta los lados del bigote marrón. Agitó suavemente los bucles de su rubia peluca y me sonrío, mansamente. Cómo si yo pudiera entender lo que estaba pasando y ofrecerle algún tipo de consuelo. A él. A un pestífero hombre ataviado con un reluciente vestido de prostituta, limpiándose lágrimas negras del rostro con un sucio pañuelo de encaje gris. Entonces levantó la mano. Hacia mi, hacia mis senos, las rosadas uñas a un milímetro de mi pulcra blusa escolar, casi cómo, cómo si fuera, apunto de...
-¡No me toque! - grité.
De la nada, una docena de manos cayeron sobre él y lo succionaron a la boca del monstruo formado de brazos y puños y gritos. El hombre desapareció dentro de la masa humana por unos segundos. Luego su cabeza –ahora sin peluca- surgió de nuevo, jadeante, ríos de sangre tiñendo al bigote de rojo. Lo arrojaron al suelo y lo patearon, lo rompieron por dentro, los moretones sobre su cuerpo formándose ante mis ojos. El hombre se colocó las rodillas contra el pecho y chilló. El chofer lo agarró por lo que quedaba de su vestido rosa y lo arrojó fuera del autobús. La Sra. Amelia lo maldijo mientras el vehículo se alejaba y lo dejaba atrás, tirado sobre la acera, las manos sobre el rostro, jipiando, llorando de manera incontrolable. Llorando cómo una niña.
El Sr. Sarmiento me acompañó hasta la casa y le explicó a mi mamá lo que había ocurrido. La abuela me preparó un té de manzanilla mientras mi hermano llamaba a mi padre al trabajo. Mamá me abrazó y entonces la ví, reflejada en el espejo del pasillo: una mariquita colgando de la punta del cuello de mi camisa. Mamá también la vio y, sin pensarlo dos veces, la espantó con la mano. Así de simple. Tan sencillo cómo lo hubiera hecho cualquiera. El insecto voló lentamente en círculos y aterrizó con suavidad sobre la superficie pulida del suelo.
Fin
Ayyyy!que susto...con ese cua-cua
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